«La vida fluye en un ciclo continuo de aparición y desaparición, pero lo que realmente somos permanece inalterable. Reconocerse a sí mismo como ese espacio de conciencia donde todo sucede, es encontrar la paz en el eterno retorno de la existencia.» Mooji
En nuestra exploración hacia la comprensión más profunda de quienes somos y que es el mundo y la vida, nos vemos inmersos en una danza perpetua de regreso hacia lo esencial. Este viaje no es hacia un destino distante, sino más bien una inmersión profunda en una, cada vez mayor, intimidad con nuestro ser, donde lo verdaderamente esencial no requiere ser encontrado, sino más bien reconocido y vivenciado.
No hay distancia que recorra esta deriva, sino un reconocimiento y simple y directo de nuestro existir más inmediato. Este impulso del retornar resuena en el eco de nuestra intimidad más absoluta, un eco que ha vibrado a través de las eras, en diversas culturas, religiones, y filosofías, todas ellas articulando en su propia lengua el significado de regresar a nuestro origen, a nuestro estado más puro y fundamental.
Muchos sabios han reflexionado sobre la necesidad de este retorno, de retraer nuestros pasos hacia un hogar que realmente nunca abandonamos. La parábola del hijo pródigo nos narra acerca del regreso, y de manera similar, el cristianismo habla del retorno al Padre.
Un camino sin camino
¿Pero qué es en realidad este retorno? Es un girar la mirada hacia lo que es verdadero, un alejarse de la contemplación de los objetos para enfocarnos en aquello que no puede ser conocido mediante las cualidades y atributos de dichos objetos. Es un camino sin camino, un movimiento desde lo externo hacia lo interno, desde la superficie hacia la profundidad, del murmullo al silencio.
Este proceso de retorno nos llama a reconocer el fondo en nosotros que permanece inmutable, a pesar de las tormentas y vicisitudes de la vida. No es en absoluto un regreso físico o emocional a un estado o lugar anterior, sino la reorientación de nuestra comprensión directa hacia la realidad última de nuestra existencia. Es un despertar al reconocimiento de que lo que buscamos “afuera”, ha estado siempre “dentro”, aguardando en el silencio de nuestro ser para ser descubierto.
El retorno también significa un distanciamiento del movimiento compulsivo hacia los objetos, de la fascinación por el mundo material y sus infinitas distracciones. Es un giro hacia la contemplación de lo que es sujeto, inmutable y eterno, y que no puede ser aprehendido con los sentidos ni descrito con palabras, pero que es reconocido y vivenciado directamente en la quietud de nuestro corazón.
Aquí, en este espacio sagrado de introspección, descubrimos que lo esencial, YO, no es un objeto de conocimiento, sino la fuente misma del conocer.
Atravesando las apariencias
En este retorno a lo esencial, aprendemos a ver más allá de las apariencias, a cuestionar nuestras percepciones y creencias sobre nosotros mismos y sobre el mundo. Empezamos a percibir la unidad subyacente a la diversidad aparente, reconociendo nuestra conexión intrínseca con todo lo que existe. Esta visión renovada nos libera de la ilusión de separación, abriendo nuestros corazones a una compasión y amor que abarcan toda forma de vida.
La ilusión de separación es la percepción fundamentalmente errónea que surge de nuestra interpretación habitual y condicionada del mundo. Esta ilusión se basa en la creencia de que existimos como entidades individuales y autónomas, separadas del resto del universo y de los demás seres. Establecemos una frontera ficticia entre el cuerpo-mente y el mundo.
Sin embargo, tal separación es meramente una construcción de la mente, una narrativa creada y fijada por nuestras interpretaciones y condicionamientos culturales, educativos y personales.
Este error de percepción tiene profundas implicaciones en cómo experimentamos nuestra vida y el mundo que nos rodea. Nos lleva a sentirnos aislados, solos y a menudo en conflicto con el mundo y los seres que percibimos como «otros». La sensación de separación es la raíz de nuestros sufrimientos emocionales, como el miedo, la ansiedad, la envidia y la insatisfacción, porque opera bajo la premisa de que algo nos falta o que necesitamos protegernos de amenazas externas.
Nuestro condicionamiento fundamental, la ilusión de separación, es la base de todo el sufrimiento humano y cuya “solución” solo pasa por el reconocimiento directo de lo real, el retorno a lo esencial.
Este retorno a lo esencial es, en última instancia, un viaje de amor, un proceso de recordar quiénes somos realmente. No es un camino que se recorre una vez, sino un eterno ciclo de recuerdo y olvido, de extraviarnos y encontrarnos de nuevo. En cada retorno, nos acercamos un poco más a nuestra esencia, a esa presencia inefable que es nuestro verdadero hogar.
La deriva materialista
En el sinuoso viaje hacia el entendimiento del ser y del cosmos, nos hallamos a menudo en el umbral del eterno retorno, una noción que nos desafía a reconciliar la percepción materialista del universo con la esencia pura de nuestra existencia consciente.
Consideremos la observación de una lámpara; por medio de un prisma científico, este acto se reduce a un proceso físico: luz proyectada en la retina, transformada en señales hacia el cerebro, donde se cataloga y se reconoce como lámpara. Esta secuencia, si bien meticulosamente desglosada, aparta nuestra comprensión de la consciencia de la lámpara del núcleo de nuestra realidad consciente.
Este enfoque materialista, por muy riguroso que parezca, omite una profundidad más esencial: la experiencia directa de ser conscientes más allá de la corporeidad y la mente. Nuestra formación científica, si bien preciosa, es solo un matiz en el vasto espectro del condicionamiento mental, un producto de la cultura y la educación que nos encauza a interpretar nuestras vivencias desde una perspectiva materialista. Pero ¿qué ocurre cuando desviamos nuestra mirada de este condicionamiento y nos sumergimos en la experiencia pura, sin filtros?
Experiencia directa: el retorno al maestro
Al adentrarnos en nuestra experiencia directa, descubrimos que todo conocimiento, toda percepción, es en realidad experiencia. Este entendimiento nos lleva a cuestionar la existencia de un mundo exterior independiente de nuestra mente. Si toda experiencia ocurre dentro de nuestra consciencia, ¿dónde queda la evidencia de un mundo ajeno a esta consciencia?
Aquí, en el corazón del eterno retorno, la consciencia, el conocer de todo lo que es, se revela como la esencia de nuestra mente, un fundamento inmutable, constante más allá del flujo de percepciones, pensamientos y emociones. Este acto de conocer, de ser conscientes, es lo que verdaderamente nos define, desplegándose continuamente a lo largo de nuestra percepción de la realidad.
Las percepciones pueden transformarse, los pensamientos y emociones fluir y desvanecerse, pero el conocer, el ser consciente, permanece. Esta comprensión cuestiona seriamente la existencia de un mundo exterior autónomo. Si nunca hemos experimentado algo fuera de este acto de conocer, ¿cómo podemos sostener la creencia en un mundo independiente de la consciencia?
El debate se intensifica al considerar la regularidad del mundo que percibimos. Si bien esta regularidad es innegable, no necesariamente confirma que el mundo sea material en su esencia. Podría ser, más bien, una característica inherente al despliegue de la mente dentro de la consciencia. Así, el argumento de la regularidad no refuta, sino que más bien podría sostener, la visión de que la realidad es, en su núcleo, consciencia.
Realidad y Eterno Retorno
En la trama del eterno retorno, donde la existencia danza ese ciclo sin fin de surgimiento y disolución, emerge una reflexión sobre la realidad, ese espejo en el que se reflejan nuestras experiencias más íntimas y compartidas. Este viaje despliega ante nosotros el vasto paisaje de lo que consideramos real y cómo lo percibimos.
La conversación sobre la realidad, tal como se desarrolla en la exploración de nuestras propias «burbujas» de experiencia, nos invita a contemplar la multiplicidad de realidades que coexisten y, a la vez, la unidad fundamental que subyace a este mosaico de percepciones individuales. Cada uno de nosotros, en nuestro propio universo de experiencia, parece navegar por una realidad única, delineada por las fronteras de nuestra (aparente) percepción personal.
Sin embargo, en el eterno retorno, se nos recuerda que todas estas realidades aparentemente separadas están contenidas dentro de una realidad mayor, una matriz inclusiva que abraza cada perspectiva única sin perder su inherente unidad. La discusión sobre la intersección de nuestras experiencias, sobre cómo nuestras «burbujas» individuales se encuentran y se separan, nos lleva a una comprensión más profunda de que, aunque experimentamos la vida desde nuestros puntos de vista particulares, estamos inmersos en uan realidad mayor, en un campo de consciencia trascendente, único e indivisible.
Este campo, la Realidad en mayúsculas, es el escenario donde todas las historias personales se entrelazan, donde cada «burbuja» individual encuentra su lugar dentro del gran tejido de la existencia. En este entendimiento, el eterno retorno actúa como un recordatorio de que nuestra percepción de la separación es simplemente una ilusión, una interpretación condicionada de nuestra experiencia. Lo que en verdad somos trasciende estas divisiones, encontrando un punto de unión en la vastedad de la consciencia que lo abarca todo.
En última instancia, el eterno retorno nos enseña sobre la fluidez de la realidad y cómo nuestra comprensión de ella se expande a medida que nos adentramos más en la conciencia de nuestro ser. Reconocer que cada realidad individual no es más que una faceta de una Realidad más amplia nos libera de las limitaciones de nuestra percepción condicionada y de la fricción con el mundo. Nos invita a abrazar la diversidad de experiencias como expresiones de una única fuente, en la que el silencio y la plenitud del ser son los verdaderos maestros.
El retorno al corazón
Así, en la quietud de nuestro corazón, descubrimos que el verdadero hogar al que retornamos una y otra vez no es un lugar, sino un estado de ser, donde la multiplicidad de realidades se funde en la unidad de la consciencia. En este retorno, no solo nos encontramos a nosotros mismos, sino que también reconocemos nuestra inseparable conexión con todo lo que existe, revelando que en el núcleo de la infinita diversidad de la vida, yace la simplicidad eterna de la realidad última.
El retorno al corazón de nuestra existencia nos revela que la consciencia es el lienzo sobre el cual se pinta todo el espectro de la vida. En este espacio sagrado de introspección, descubrimos que somos tanto el artista como la obra de arte, participantes activos y observadores pasivos de la danza cósmica de la creación y la disolución. La realidad, entonces, no se encuentra fuera de nosotros, en los objetos de percepción, sino que emerge desde dentro, en el acto mismo de percibir.
El eterno retorno nos conduce al reconocimiento de que nuestro verdadero hogar no es un destino geográfico ni una construcción espiritual, sino un estado de consciencia, una presencia constante que subyace a toda experiencia. En este hogar eterno, no hay necesidad de búsqueda, pues lo que buscamos ya está aquí, en el núcleo de nuestro ser. La realización de esta verdad es el fin último del viaje espiritual, el despertar a la realidad de que somos, y siempre hemos sido, uno con todo lo que existe.
Así, en el viaje al corazón del eterno retorno, nos encontramos a nosotros mismos y al universo entero, descubriendo que en el centro de la infinita diversidad de la vida yace la simplicidad eterna de la realidad última. Este reconocimiento no es el final del camino, sino el comienzo de una nueva forma de vivir, donde cada momento es un retorno al amor, a la paz y a la unidad que constituyen nuestra verdadera naturaleza: YO.